En primera persona

Vivía en Junín, iba a séptimo grado. Era una mañana cualquiera de octubre. Mi mamá me levantó a las seis para darme el desayuno y peinarme, tenía que ir al colegio. Todos los días me hacía un peinado diferente, no le gustaba repetirlo. Esa rutina duraba una hora, ya para las siete agarraba la mochila y salía rumbo al colegio. Mi papá trabajaba un día, y dos los tenía libres, por eso casi siempre me pasaba a buscar por casa y me llevaba en auto hasta la puerta del colegio. Cuando podía y no se olvidaba.


Ese día se olvidó. Con mamá esperamos unos minutos en la esquina, pero no vino. Ante esa situación y el avance de la aguja del reloj, me dijo que vaya caminando. Ya lo había hecho varias veces, vivíamos a media cuadra de una avenida, había movimiento. No más del que puede haber un día de semana a las siete y diez de la mañana donde no existe el transporte público, pero había. Ella me miró desde la esquina. Hice una cuadra y la despedí con la mano en alto. Ella se volvió a casa.


El camino era corto. Tenía que caminar dos cuadras por la avenida y después doblar hacia la izquierda. Desde ahí, hacía otras dos, hasta la casa de una compañera. La buscaba a ella y seguíamos juntas. Era fácil.


Ese día no tenía educación física, por eso iba con el uniforme del colegio. Mi mamá me había hecho dos trenzas, tenía el pelo por la mitad de la espalda. Una jumper con cuadrados medianos, en dos tonos de verde oscuro, camisa manga larga blanca, una campera de lana azul, cinturón, corbata y medias verdes. En los pies, zapatos de vestir color azul marino. Me acuerdo que en esa época era el furor de las mochilas con rueditas, pero yo no tenía. La mía era para llevar en la espalda: rosa y lila, también tenía flores con brillos.


Después de saludar a mi mamá seguí caminando. El clima estaba hermoso, no hacía frío. El cielo estaba claro y se podía escuchar con nitidez a los pájaros que se escondían en las copas de los árboles. Había ese olor a mañana que sólo puede generarse en una ciudad que depende del campo, acompañaba bien el andar. Pasaban autos y alguna que otra bicicleta. De repente, una moto dobló en la esquina a la que estaba próxima. Venía por la vereda. Me asusté. En un principio no entendí por qué una moto circulaba por la vereda, pero no pensé nada más. Seguí mi caminata, aunque reduje la velocidad.


Pestañé y ahí estaba, al lado mío. Un tipo de no más de treinta años, tez trigueña y pelo corto, castaño tirando a negro. Tenía puesta una campera color gris oscuro y un jean azul claro. No retuve nada más. La moto que manejaba era color negra, estaba sucia y bastante destartalada.


Se me puso a la par. En ese momento, el tipo extendió sus manos e intentó agarrarme el brazo. Lo consiguió, me apretó fuerte y me tironeó. No dijo nada, yo tampoco. Todo transcurrió en silencio. Lo único que se escuchaba era el ruido del motor, porque nunca la apagó. El tipo aumentaba su fuerza para no soltarme el brazo, todavía me acuerdo de ese instante y no puedo evitar hacer fuerza para escaparme. Tuve suerte, pude zafarme. El no se rindió. Me agarró la mochila y tironeó, su objetivo era atraparme. Yo estuve lúcida y me saqué las tiras de la espalda. Dejé la mochila y salí corriendo. Llegué a la esquina y me di vuelta, el tipo miró para todos lados y arrancó a fuerte velocidad. Desapareció.


En ese momento tenía miedo de que vuelva. Tenía miedo de que doble en la esquina como la primera vez. Fueron segundos en donde yo no sabía qué hacer. Estaba a unos cincuenta metros de donde estaba tirada la mochila y no me animaba a volver. No pasaba nadie. En ese momento decidí volver por mi mochila, la agarré, me la puse otra vez en la espalda y seguí el camino que tenía que hacer. Se me cayeron algunas lágrimas, pero no entendí nada. Estaba confundida. En ningún momento pensé en volver a casa.


Me faltaban dos cuadras. Dos cuadras que fueron eternas aunque las hice corriendo. El corazón no tenía más lugar para latir dentro de mi pecho. Cuando llegué a la puerta de la casa de mi amiga, me calmé. Respiré profundo y toqué el timbre. Ella me estaba esperando, ya eran las siete y veinte, entrábamos a las siete cuarenta al colegio. Pero caminamos rápido, no llegamos tarde. Yo no le hice ningún tipo de mención sobre lo sucedido.


Ese día nadie supo lo que me había pasado hasta que volví al mediodía a mi casa. Cuando estábamos comiendo, recién ahí, le comenté a mamá lo que pasó. Ella se largó a llorar, me abrazó y me pidió perdón, además de preguntarme un montón de cosas. Yo seguía sin entender. Ella me preguntó por qué no volví a casa, y por qué no grité para pedir ayuda. Nunca supe qué contestarle. En realidad, no entendí nada hasta hace unos años. Lo único que supe en ese momento es que fue horrible y no sabía por qué había pasado.


Es raro hoy recordar esa situación sin sentir un escalofrío en el cuerpo. Hace poco tiempo puede tomar dimensión de esa situación que atravesé cuando tenía doce años. Un tipo que no conocía, que nunca había visto, intentó agarrarme no sé ni voy a saber nunca para qué. Su intención fue agarrarme, aunque en un principio creí que era para robarme, pero después me pregunté qué se le podía robar a una nena de doce años, vestida con el uniforme de colegio y una mochila. Fue en ese momento que entendí de lo que me salvé. No fue de un robo, sino quizás de algo más grave como no disfrutar nunca más de los abrazos de mi mamá.


Esa mañana de octubre, cuando me levanté, aparentaba ser una más. Pero no lo fue. Esa mañana me marcó, y hoy sé que tuve suerte. Sé que quizás zafé de que se difunda mi foto en los medios de comunicación, o no. Lo único que tengo claro es que cada vez que buscamos a una chica desaparecida, hay una parte mía ahí. Y también sé, que cada vez que decimos "Ni Una Menos", pienso que esa "menos" podría haber sido yo.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Redes políticas

Más educación, menos balas

¿Dónde está Santiago Maldonado?